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COLUMNISTA |
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Retrato del nadaísta cachorro
Por: Jotamario Arbeláez
El monstruo de los mangones
Era moreno, alto,
churrusco, de labios abultados, vestía pantalón de dril con una
mancha fresca a la altura del medio muslo y camisa por fuera. Yo
esperaba solito el bus en la avenida Colombia, al pie de un
almacén donde vendían calculadoras marca Burroughs y donde
sonaba un teléfono interminable, con un talego lleno del pan
para la casa que había comprado la abuela Carlota en la
panadería Granada ─con lo que ganaba por manejar durante el día
la tienda de Luis Torres y de la tía Tina, a la vuelta del
teatro Colombia, frente al río, cerca del Colegio Americano
donde me volvían luterano─, pan francés para papá, cachos y pan
royal para mamá, y tostados y pandenbono para los cuatro que
nacimos en San Nicolás, cuando se me acercó en la penumbra del
paradero y me dijo “hola, para dónde vas”, y le dije “para la
casa”, se me quedó mirando y me fue diciendo “por qué no me
acompañás por allá por el estadio y te doy dos pesos.”
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escuchaba el radioperiódico de La Voz del
Valle, y por estos medios de comunicación se alertaba
sobre los asesinatos en serie de niños que aparecían en los solares del
centro, entre dos edificios, desfloripados y estrangulados y por lo general con
una aguja clavada en el corazón ─según se decía en nuestra barra, para generar
aberrantes contracciones en el esfínter, que seguramente provocarían el
paroxismo en el monstruo─.
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invertido dos─, pero yo eché a correr hacia el puente Ortiz perseguido por el gordo que jadeaba y que sí debería ser el verdadero monstruo de los mangones, y milagrosamente vi un policía al que le grite señalando al ya esfumado médico asesino que capturara al monstruo de los mangones que me seguía y el policía me dijo “dónde está, bobo mentiroso, ¿no sabe que dar falsas informaciones a las autoridades da cana?, acompáñeme”, y me cogió por la parte de atrás de la correa y me iba conduciendo a los calabozos de la primera con veinte, cuando caí en la cuenta que ése sí debería ser el monstruo, nada menos que un uniformado, a quien le quedaría facilito persuadir y forzar a sus víctimas infantiles, y a la altura del teatro Avenida donde solía entrar a ver las películas de los hermanos Marx le grité al portero que me salvara llamando a otro policía porque éste me iba a violar, y el policía ─que no debía ser tal─ me soltó y echó a correr hacia el parque san Nicolás, con el portero del teatro fuimos en su persecución gritando “cójanlo cójanlo que ése es el monstruo de los mangones”, pero se nos perdió cuando llegamos al parque y entonces ─luego de despedirme y agradecerle al portero que sonriendo de oreja a oreja me dijo que me esperaba en el teatro para entrarme gratis─ ingresé extenuado a la iglesia, me senté en una banca y, a pesar de mi precoz ateísmo, quise darle las gracias al Señor por haberme salvado de la dolorosa violación y consecuente muerte con aguja en el corazón, cuando vi que del confesionario salía una mano con un anillo llamándome a confesión. Presa del pánico salí corriendo para la casa, olvidando la bolsa del pan al pie de la pila de agua bendita. Ni qué decir de la pela que me pegaron. |
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