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YA VIENE EL SEXAMERÓN
Remembranzas y planes en las vísperas del fin del mundo

Elmo Valencia, Gonzalo Arango, Jaime Jaramillo Escobar (X-504) y
Jotamario en Cali, 1962. Foto Agüita. |
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Aura Lucía Mera, el presente más exquisito que en el pasado me trajo
la poesía, me lo dijo sosteniéndome entre sus brazos:
“Usted no vaya a comportarse jamás como un resentido social. Eso no
le luce”. Y lo hice. Quiero decir, no lo hice.
En vez de irme contra los ricos que me ofrecían afecto y trabajo sin
pedirme que desistiera de denunciar la protervia, decidí vivir tan o
más rico que ellos. Sin transigir.
Conspirando con mucho júbilo, conspirando terminaron por jubilarme.
Encerrado en el campo cultivo ahora las rosas del ocioso
y me pasmo contemplando los dientes de león que de un momento a otro
aparecen y desaparecen por miríadas sobre los prados recién podados.
Estamos pues vejetes y con el virus pellizcándonos una nalga, ya que
somos su obligado boccato de cardinale.
Mi mujer y mi hijo impiden que pase la portada de la casa de campo
para irme a bañar desnudo al río, ya que nadie sale de su casa o de
su choza, ni los perros ni los zorros ni las gallinas.
Me dicen que el virus puede estar en el aire o entre las piedras
atisbándome de reojo.
Aunque creo que exageran les hago caso y es así que me he leído en
lo que llevamos de cuarentena los libros que tenía sobre la mesa de
noche,
El paraíso perdido, El tiempo recuperado, La montaña mágica y el
Orlando furioso.

Jotamario en su Montaña Mágica, por Salvador Arbeláez.
Y he comenzado a escribir la novela de cuentos con la que vengo
soñando desde que leí El Decamerón de Bocaccio, de esos diez
personajes que se refugian de la Peste Negra que azota a Florencia
en 1348, y los 12 nobles de El heptamerón, de Margarita de
Valois, reina de Navarra, mientras escampan por siete días de las
tormentas que los mantienen incomunicados por la caída de un puente.
El tema de los cuentos es sensual y picaresco, con la notable
diferencia de que mientras en el de Bocaccio los hombres se burlan
de las mujeres, como en el pasado, en el de Margarita las mujeres
tienden a reírse del hombre, como en el presente.
No me faltaba sino la peste que me significara el campanazo para
empezar, y el refugio paradisiaco lo más alejado posible del
mundanal contagioso.
Mi compendio se llamará El sexamerón, con la narrativa
producto del aislamiento en MaraVilla de Leyva de seis personajes
acosados de calentura, tres hombres y tres mujeres, entre ellos un
marica y una lesbiana, de los cuales daré mayores detalles la semana
que viene.
La montaña mágica, marzo 2020
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Eternos que nos creíamos / y ya se murieron dos. / Uno de 91 / y
otro de 45. / Los que quedamos tenemos / 89 y 80. / Ya el mundo se
está acabando / y nosotros afeitándonos.
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Por
Jotamario Arbeláez
Ahora que confluyen en mi esqueleto dos pestes inesperadas, la vejez
con visos de ancianidad y el Coronavirus con su ataque simultaneo a
la salud y a la economía planetarias, cuando es posible que la vida
humana tras este horizonte de sucesos entre al agujero negro de la
desaparición y el olvido ante el ataque persistente de una
infinitesimal partícula que ni siquiera se va a dar cuenta de su
inanimada victoria, recuerdo cuando ayer no más hace 60 años,
recostado con mis amigos poetas iconoclastas en el Puente Ortiz que
no se ha movido, posábamos de inmortales.(1)
Lo que comprobamos al vernos sobrevivir al imponente Hotel Alférez
Real que se vino abajo con el poeta petroceleste Antonio Llanos,
huésped eterno de su propietario Álvaro H. Caicedo.

El Hotel Alférez Real en la década del 60.
Éramos la juventud desesperanzada por la reciente guerra mundial que
se tornó fría y la creciente violencia patria, pero alzada a piedra
verbal contra lo que nos impidiera contemplar, saborear, escuchar,
olfatear y palpar la vida.
La muerte no entraba en nuestros proyectos ni tenía cabida en
nuestras agendas ni inspiraba nuestras baladas.
Sin percatarnos de que sólo el cantar a la muerte podía procurarnos
algún atisbo a la eternidad literaria, como había hecho Rilke en
Hora grave:
“Quien muere en este momento en alguna parte del mundo muere en
el mundo sin razón, ¡me mira!”
Y como el poeta maniqueo en los himnos coptos descubiertos por Max
Aub, supo expresarlo:
“Si lo único que tienes seguro, por nacer, es morir, ocúpate de
otra cosa mientras vivas. / De
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la
muerte, ¿para qué? La tienes segura, tuya desde el primer grito. /
Poco o mucho cada noche descansas en ella a tu gusto”.
El
saludable y profundo poeta X-504 Jaramillo se dignó en coplas
burlarse de la pelona: “Si me encuentro con la muerte / ¡qué
susto le voy a dar! / le diré que en la otra esquina / me acaban de
asesinar”.
El Profeta atinó a un reclamo en forma de cuento: “Muerte, ¡no
seas mujer!”. Y yo mismo en mis juveniles reclamos cuando apenas
estrenaba los pies:
“Nada tengo contra la muerte. / Pero me hubiera gustado vivir /
la promesa de un paraíso / donde el amor fuera posible / sin la
espina de su corona”.
Lo que en verdad nos competía y exaltaba era la celebración del amor
sensual en prolongados orgasmos líricos.
Era nuestro canto a la vida mediante el cual teníamos la vislumbre
de un espíritu superior que nos alentaba.
Y nos dolíamos del tradicional enamoramiento del que no pudimos
zafarnos y que nos puso algunas veces a boquear como a aquellos
antecesores sentimentales que detestábamos
El que se ha solazado con el amor de lo lindo y de lo feo, como es
perder la pasión por la compañera o ella por uno al no compartir ya
principios afines,
al que le ha dado en la cabeza el amor por el engaño o el desengaño,
y tiene a su disposición el martillo de la literatura, más pendejo
si no hace uso de él para sacarse los clavos.
Lo han hecho desde el abate Prévost con su Manon Lescaut, Tolstoy
con su Karenina, Flaubert con su Bovary, Joyce con su Molly Bloom,
Lawrence con su Lady, Miller con su Mara, Scott Fitzgerald con su
Daisy, Sábato con su María Iribarne, Wilde con su Bosie, Cocteau con
su Jean Marais y Jean Genet con su Abdallah.
Y cuando son damas las que interpretan las cosas escriben Cumbres
borrascosas como Emily Brontë. O Virgina Wolf su Orlando pensando en
Vita.
Tiendo a ser agradecido en cambio con esos amores que me dieron de
beber de su belleza, delicadeza, señorío y sabiduría a la par que de
sus botellas, cuando todavía andaba dando volteretas para
encontrarme.
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