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COLUMNISTA |
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RETRATO DEL NADAÍSTA CACHORRO
Por: Jotamario Arbeláez
La iniciación
El problema
capital de mi infancia fue el de la existencia de Dios. Mi madre
tenía la prueba reina en un medallón que le colgaba del cuello,
una cruz copta de oro con la adición de los cuatro clavos
─herencia de su bisabuela ambateña─, que según la leyenda
familiar había traído el conquistador Almagro el Viejo para
convertir a los indios infieles con solo mostrárselas, lo que no
le salvó de ser ejecutado por Pizarro para birlársela, quien a
la vez fue asesinado por Almagro El Mozo para recuperarla. Pero
mi padre negaba de plano la existencia de cualquier ser
superior.
En el barrio de San Nicolás quedaba mi casa, en el parque de San Nicolás corrí por primera vez tras la pelota que me pasaba Víctor Mario, en el teatro San Nicolás vi la primera película que nunca olvido, precisamente Los Olvidados de un tal Buñuel, en la iglesia de San Nicolás
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escuché la primera misa cantada y a ella nos dirigimos en busca
del padre Lamberto. Oraba transfigurado en el
presbiterio. Dos gotas de sudor le rodaban desde ambas sienes. En las naves de
la iglesia no había ni un alma. Esperamos discretos a que terminara su santísimo
sacrificio. En tanto contemplamos la efigie de San Roque con los ojos al cielo y
un rictus doloroso, levantando el borde de su falda café para mostrar la llaga
de la rodilla que un perro más santo que él le lamía con su larga lengua. Nos
llamó la atención el halo de metal dorado ligeramente ladeado contra el ojo
derecho, como usaba el sombrero el gánster de las películas.
El padre me clavó una mirada de la que pensé que no iba a
salvarme. Tal vez me vería entre las llamas del infierno tan temido del que
tampoco tenía clara noticia. Atiné a balbucir que lo que quería era una prueba
que satisficiera mi entendimiento, pues temía contravenir a mi espíritu
aceptando como
evidente un fenómeno que
no me impresionaba ningún sentido. Querido Jotamario, escuché, lo que
me llamó la atención porque ese nombre, con el que nadie me había llamado,
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marcado en las tres copas de plata recuerdo de mi bautizo, y la voz no parecía provenir del presbítero sino del tragaluz del vitral, como si quien hablara fuese la misma iglesia. Te he puesto en este mundo ilusorio para que niegues, no sólo lo que crees que no existe, sino incluso todo lo que veas a tu alrededor. Vivirás una larga vida y conocerás de tus prójimos aparentes sus conductas que han de llevarles a la destrucción hasta de su sombra. Y tú estarás entre los últimos en desaparecer del mundo de la representación, pero antes habrás de pronunciar mi nombre, te habrás abrazado al madero de mi derrota, y habrás profetizado en un último esfuerzo la imposibilidad de la salvación ─que consistiría en existir─, sin el previo arrepentimiento de la criatura.
El tiempo se había detenido. Como en un montaje teatral, los personajes se habían congelado, sólo estábamos la voz y la luz, y yo en medio. Percibí que las potencias del aire me hacían cosquillas de la cabeza a los pies. Mi alma se embriagó de perfumes. Me sentí ingrávido como el día de mi primera comunión, a pesar de haber recibido la sagrada forma con beneficio de inventario. Salí de la iglesia pisando espumas, seguido por Víctor Mario quien quería saber qué me había dicho el cura, porque a él se le habían ido momentáneamente las luces.
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