Bogotá, Colombia -Edición: 786

 Fecha: Viernes 18-04-2025

 

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TECNOLOGÍA-CIENCIA

 

 

 

Trump y los microchips: ¿puede Estados Unidos competir con Asia tras años de rezago?

 

 

 

 

Pero la industria de los chips no funciona a punta de presiones. TSMC, Samsung o cualquier otro actor relevante necesita certeza jurídica, políticas de largo plazo y un entorno globalizado para operar. Es precisamente esa red internacional —que une a diseñadores estadounidenses, fabricantes taiwaneses, ensambladores vietnamitas y mineros chinos— la que ha hecho posible la actual revolución digital.

Romper esa cadena sin tener una alternativa viable podría no solo frenar la innovación, sino generar un efecto dominó con repercusiones económicas y geopolíticas impredecibles. Japón, por ejemplo, basa gran parte de su plan de recuperación económica en los semiconductores, y los aranceles impuestos por EE.UU. complican ese camino. Europa también busca relocalizar parte de su producción, mientras que India se perfila como un actor con potencial, aunque aún enfrenta limitaciones estructurales.

En ese contexto, el intento de Trump de convertir a Estados Unidos en una potencia de fabricación de chips en cuatro años parece, cuanto menos, ambicioso. Más que construir fábricas, se necesita reconstruir un ecosistema que incluye universidades, redes de innovación, cadenas logísticas y acuerdos internacionales. Y eso no se improvisa.

Chris Miller, autor de La guerra de los chips, lo resume con una frase reveladora: “Estados Unidos podría fabricar chips y crear empleos, claro. Pero ¿va a conseguir chips de un nanómetro? Probablemente no”. Esa diferencia, que puede parecer mínima, representa en realidad una brecha tecnológica difícil de cerrar si no se cambia la estrategia.

 

 

En el fondo, el dilema no es solo técnico, sino filosófico: ¿quiere EE.UU. liderar el futuro de la tecnología a través de la colaboración y la inversión sostenida, o prefiere hacerlo desde el proteccionismo y la confrontación? Hasta ahora, la historia de los chips en Asia demuestra que la integración y la paciencia dan mejores resultados que la imposición y el aislamiento.

Trump, con su estilo directo y pragmático, podría encontrar un terreno fértil en la negociación. Pero si quiere verdaderamente que Estados Unidos recupere el liderazgo en esta industria, tendrá que apostar no solo por el acero y el concreto, sino por el conocimiento, la ciencia y el talento global. Porque al final, en el mundo de los semiconductores, las grandes potencias no se imponen: se construyen, capa a capa, como un chip.

 

Por más de cuatro décadas, Asia ha liderado silenciosamente una revolución tecnológica que ha colocado a países como Taiwán, Corea del Sur y Japón a la cabeza de la industria más estratégica del siglo XXI: la de los semiconductores. Estados Unidos, que fue pionero en esta tecnología, cedió terreno gradualmente al dejar de invertir en la fabricación local de chips. Hoy, en medio de una creciente rivalidad geopolítica con China, Donald Trump se ha propuesto recuperar ese terreno a través de una estrategia que muchos expertos consideran precipitada, proteccionista y llena de desafíos estructurales.

 

Trump ha planteado una política agresiva para reindustrializar Estados Unidos, centrándose en los microchips como símbolo de soberanía tecnológica. Su discurso es claro: traer los empleos a casa, reducir la dependencia de Asia y usar aranceles como palanca de presión para que gigantes como TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company) instalen sus fábricas en suelo estadounidense. Pero bajo esa narrativa se esconde una realidad más compleja: construir fábricas de chips no es como levantar una cadena de montaje automotriz. Se trata de procesos altamente delicados, caros y que requieren una infraestructura de conocimiento que lleva décadas consolidar.

 

 

Gina Raimondo, exsecretaria de Comercio, lo advertía desde 2021: EE.UU. renunció hace años a ser competitivo en fabricación de chips, lo que permitió que Asia se convirtiera en el epicentro del ecosistema global. Y aunque la Ley de Chips y Ciencia, aprobada bajo el mandato de Joe Biden en 2022, intentó revertir esa tendencia con incentivos fiscales y subsidios millonarios, las inversiones aún no se traducen en autosuficiencia.

Una pieza clave en este rompecabezas es TSMC, considerada la joya de la corona en la industria. Conocida por fabricar los chips más avanzados del mundo, esta empresa taiwanesa ha aceptado construir plantas en Arizona con apoyo estatal, pero sigue reservando su producción más sofisticada para Taiwán. No por capricho, sino por razones prácticas: ahí están sus ingenieros mejor formados, su red de proveedores y una cultura industrial forjada con paciencia y visión a largo plazo.

 

La administración Trump, sin embargo, parece querer acelerar este proceso a marchas forzadas. Ha llegado a amenazar con imponer un impuesto del 100% a TSMC si no traslada más producción a EE.UU., sin considerar que la industria de los chips no se mueve por presiones políticas de corto plazo, sino por planificación estratégica, talento especializado y estabilidad

 

 

institucional. Y es precisamente eso lo que muchos expertos temen que esté en juego con el enfoque actual.

Marc Einstein, director de investigación de Counterpoint, lo resume sin rodeos: “Esto no es solo una fábrica donde se hacen cajas. Las plantas de chips son entornos estériles de altísima tecnología que requieren años para levantarse y aún más para alcanzar niveles competitivos”. Además, recuerda que problemas como la escasez de ingenieros, los altos costos de construcción y la resistencia sindical están retrasando los proyectos en Estados Unidos, pese a las multimillonarias inversiones.

Otro cuello de botella es la inmigración. Bajo la visión restrictiva de Trump, muchos ingenieros cualificados de China e India, esenciales para sostener esta industria, podrían enfrentar obstáculos para ingresar al país. Y sin talento, por muy modernas que sean las fábricas, no hay posibilidad de competir con Asia. Incluso Elon Musk ha tenido dificultades para contratar personal internacional altamente calificado, un síntoma de que el problema no es menor.

China, por su parte, sigue apostando fuerte por su propia autosuficiencia. Además de invertir billones en investigación y desarrollo, ha expandido el alcance de compañías como Huawei a mercados emergentes en Medio Oriente, África y el sudeste asiático. Con márgenes menores pero volumen asegurado, China gana tiempo y experiencia, mientras se prepara para una segunda ola de innovación tecnológica con productos más avanzados y rentables. Ejemplos como el desarrollo de Deepseek, su sistema de inteligencia artificial, muestran que la carrera tecnológica no solo se mide en fábricas, sino también en algoritmos.

 

Frente a este tablero, Trump parece querer jugar una partida distinta: más proteccionismo, más confrontación comercial y una visión transaccional de la industria. Ya lo intentó con TikTok, exigiendo una participación estadounidense en la compañía para permitirle operar en su país. Algunos analistas creen que podría buscar algo similar con TSMC: una especie de "acuerdo forzado" que beneficie a firmas locales como Intel.

 

 

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