Bogotá, Colombia -Edición: 789

 Fecha: Viernes 25-04-2025

 

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COLUMNISTA

 

 

 

RETRATO DEL NADAISTA CACHORRO

Por: Jotamario Arbeláez

 

Primeros recuerdos

 

Cuando tenía cuatro años ya era un hombre de sangre fría. No le tenía miedo a la vida que saludaba ni a la muerte desconocida. Presentía que iba a convertirme en un hombre de pelo en pecho y de remolino en el culo.

Las casas salían a las calles en las mañanas, al despertarme, exactamente como los soles al cielo. Y emprendía grandes caminatas por entre los amplios patios enladrillados de la casona a los que daban luz desde largos y perezosos tramos de nubes.

Abuela salía temprano de su cuarto con su bacinilla repleta de unos orines vigorosos, como de establo virgen. Yo la veía alejarse arrastrándose en sus pantuflas de cuero contra los callos, mientras para evitarme el regaño por la meada la disimulaba regando sobre la sábana el chocolate del desayuno que me había acercado mamá —había soñado ser capitán de un solo ojo en un barco en zozobra de un solo remo—, y más tarde iba hasta la cocina a mirarla en lo suyo, sus manos manejando hábiles raspadoras (latas vacías de sardinas perforadas con clavos) contra los bordes demasiado dorados de las arepas.

Le pedía que me dejara abanicar el fuego con la venteadora de mimbre, con todas mis fuerzas, hasta que quedaba rendido sin que un solo carbón se diera cuenta de mi entusiasmo, chisporroteara como cuando ella lo hacía. Era un fogón de siete puestos de ladrillo cocido con una boca siempre al rojo prometiendo condenaciones.

 

Cuando todo lo que eran ollas, cacerolas y olletas reposaba en sus clavos de la pared se solía ver un alacrán paseándose por el poyo que gustaba de picar a mi abuela casi siempre en la misma mano, y le daban

 

 

 

calambres y hasta fiebre y lanzaba qué hijueputazos.

 

He dicho que venteaba, pero contra esos fuegos fatuos eran mis ínfulas. Luego me metía al lavadero y, desnudito, esperaba que llegara mamá a enjabonarme, que era hacerme feliz con sus manos suavísimas. Mi largo pelo era peinado sobre los hombros, mi vestido muy limpio y los hijos de la vecina, envidiosos, me atisbaban a través de la tapia por el hueco zafado de algún ladrillo.

Tippi ladraba al paso de los caminantes de calle, pasos que se acercaban y él se lanzaba contra los vidrios del contraportón, mucho más altos que mi cabeza, que cimbraban y restallaban en sus diferentes colores, sin llegar a quebrarse, mucho rojo entre azul y verde, sin figuras determinadas. Era un perro de lanas y gustaba montarlo, con su cara de anciano, recorriendo los cuartos que barrían, a esa hora, las mujeres altas de la familia.

Papá ya había salido de sastrería en sastrería a recoger trajes de paño descuartizados para coser, para comer de ese trabajo. Regresaba a las 11 como un reloj de sol —una hora más o menos—, lleno de paños empaquetados en periódicos, sonriente con su chispa de oro —no había perdido todavía su muela de la risa que tanto amara—, diciéndole a mamá que le ensartara la aguja de la máquina mientras buscaba tiza y metro. Y comenzaba a recorrer quién sabe cuántos caminos con su pedalear incesante, moviendo a lado y lado la cabeza según la curva que tomara, rápidamente, la costura de los vestidos.

Yo me sentaba frente a él, mirando solamente bajo la Singer la parte inferior de su cuerpo, tan activa, tan noble, hacia arriba y abajo con sus zapatos bien lustrados, con limón, por él mismo.
 

En ese tiempo yo era solo, yo dominaba los estadios de la niñez, el resto de la gente de casa cuando hacía algo era por algo, tenía razones para todo. En cambio yo echaba a correr hacia el oeste, y no sabía que era el oeste. Fue en una de esas carreras cuando tropecé con Arnulfo, ese muchacho indio por el pelo que adoptara mi tía para menudas diligencias, sacara el perro de la casa para que hiciera de las suyas, diera a las matas de beber, trajera kolas, pasara los pocillos

 

 

 

con el tinto temprano, enjuagara la escupidera, y tanteara el culito de las dos o tres ponedoras para avisar que tenían huevo.

Él ya tenía seis años, mucha vida, mucha experiencia que contarnos procedente de Tierradentro. Era veloz con los mandados y el «paticas de Arnulfo» se convirtió posteriormente como dicho burletero de la familia.

Nos hicimos amigos pero, y esto inconscientemente, amo y señor y siervo. Cuando me daba el arrebato lo agarraba a patadas en las canillas y, aunque bien fácilmente podría haberme matado con sus manotas humanas, todo lo recibía de mi parte con una estúpida sonrisa aplastante.

 

 

La vecinita de cinco años leía ya los Tarzanes de los periódicos y a través de la tapia nos coqueteaba. Arnulfo me posaba en sus hombros y yo la miraba bañarse en un platón hondo, con calzoncitos de hilo rosa muy breves, muy coqueta a su modo. La sirvienta de ellos nos bajaba a escobazos, y gritando que depravados, y amenazando, feroz, con denunciarnos a mis padres.

Pero ese Arnulfo…

 

 

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