Bogotá, Colombia -Edición: 791

 Fecha: Miércoles 30-04-2025

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\\ OPINIÓN //

 

 

 

EDITORIAL

 

Donde manda el miedo

 

En ciertos rincones del país, la violencia no se mide en balas, sino en silencios. Es el mutismo impuesto por el miedo, la censura que no viene de la ley sino del fusil, la rutina alterada por el rumor de que hay zonas donde ya no manda el Estado, sino el miedo. En esas regiones, la palabra “paz” suena tan ajena como la promesa de justicia.

El conflicto no necesita anunciarse con grandes titulares. Basta un panfleto, una advertencia lanzada al viento, o la imposición de nuevas “normas” para recordar que la guerra sigue ahí, disfrazada de control territorial, legitimada por el discurso y protegida por la distancia.

Es alarmante que aún existan actores que pretendan regular la vida civil, como si tuvieran el derecho de dictar quién puede transitar, a qué distancia deben vivir los ciudadanos de las instituciones o qué símbolos deben portar los que protegen vidas. Como si tuvieran autoridad sobre lo que nunca les ha pertenecido: la cotidianidad de la gente.

Pero más preocupante aún es la naturalización de esa presencia armada. Cuando las amenazas ya no sorprenden, cuando se obedecen por simple necesidad de sobrevivir, se está perdiendo más que el control territorial: se está cediendo la noción misma de ciudadanía.

La paz no puede depender de silencios impuestos ni de acuerdos que se rompen al antojo de quienes empuñan armas. Tampoco puede sustentarse en treguas que terminan en amenazas encubiertas de códigos de conducta. La paz real no se negocia con condiciones de sumisión; se construye con garantías, con justicia, y con un profundo respeto por la vida civil.

Que un actor armado intente imponer su propia ley es un síntoma de una enfermedad que nunca se curó del todo. Y lo más grave es que en medio del ruido de los discursos, quienes quedan atrapados entre los bandos siguen siendo los mismos: comunidades rurales olvidadas, familias desplazadas, líderes silenciados.

El control no se gana con balas ni con panfletos. Se gana con legitimidad. Y esa no se impone: se construye. Mientras se permita que el miedo reemplace al Estado, cada tregua rota será un recordatorio de que la guerra, lejos de acabarse, solo cambia de rostro.

Porque mientras haya quienes se arroguen el derecho de regular la vida ajena desde las sombras, la verdadera paz seguirá siendo apenas una esperanza aplazada.

 

 

 

Un gobierno folclórico en un mundo de estadistas

Por: Zahur Klemath Zapata

zapatazahurk@gmail.com  

 

Las cosas se parecen a quién le pertenece y esto hace que las personas distingan a su dueño. Cada marca es un sello particular y esto abre mercado en cualquier sitio donde ponga el producto. Con este derrotero podemos ver y distinguir miles de marcas y millones de consumidores e imitadores.

En el mundo político ocurre el mismo fenómeno y esto ha hecho que personajes a través de la historia hayan marcado su momento histórico por lo que hicieron. Hoy los estudiamos y nos sirven como luz para no cometer sus errores, porque cada uno tiene su propia historia que no se repite.

El ser humano ha creado imágenes de seres sin iguales que veneran para así apartar esos malos momentos de la vida y dejar un espacio de esperanza y no permanecer aislado e incrédulo a los nuevos avatares que se van a suceder con la llegada de nuevas generación de seres humanos.

Colombia no ha sido una sociedad compacta y está muy lejos de serla porque no la han dejado madurar por la falta de maestros con tal disciplina. Ha estado en manos de amateurs y quienes dirigen el Estado no tienen conocimiento de cómo dirigir un Estado para que sea próspero y cimentado hacia una nación con visión del presente y el futuro.

El gobierno de Colombia es folclórico y se ajusta a su gran mayoría de ciudadanos porque ven en ellos que los representan y han sido parte de esa rumba alegre que la gran mayoría lleva por dentro. Colombia no es un país flemático ni disciplinado, es una nación donde todo se hace por esa intuición que creen traer porque se le ha dicho que colombiano no se vara y es un verraco para hacerlo todo.

Cuando analizamos a la gente desde otra perspectiva la encontramos muy inmadura, con poco entrenamiento profesional, con intereses fuera de la labor que está desempeñando. Está en el rebusque continuo para poder alcanzar un estándar económico porque no tiene seguridad laboral, porque el Estado maneja un código laboral que afecta tanto al empleador como al empleado. Y no le puede dar las garantías que realmente el ciudadano necesita.

Bajo esta dinámica es muy difícil que un presidente pueda administrar un país y elevar su condición de vida actual.

Incumplir a las citas hace parte de ese folclor porque ya están acostumbrados a vivir la vida loca de Mark Anthony y todos dan como un hecho porque eso es lo normal. Pero no en un mundo donde la

 

 

 

disciplina política es puntual frente a otros mandatarios. Aquí tiene que haber respeto hacia los demás y no presumir que con solo hablar demagógicamente se va a congraciarse con todo el mundo.

 

TAPEN, TAPEN, TAPEN
Crónica #1113

Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal

 

Audio: https://youtu.be/8LXaFszhX54

 

Colombia está condenada al eufemismo. Nadie quiere llamar las cosas por su nombre. Las normas burguesas de la decencia que heredamos de las cortes que nunca tuvimos, se han apoderado de los redactores de medios, boletines y noticias.

 

A los ejércitos de traquetos que defienden y protegen el negocio de la droga, los siguen llamando disidencias para que Santos y los que firmaron la fracasada paz de La Habana no se contraríen.

Nadie quiere recordar el decreto presidencial que paró en seco la persecución a los traquetos de Calarcá, ni siquiera cuando nos mató a 7 soldados.

Y no lo hacen porque ni el presidente ni sus acérrimos defensores quieren reconocer que fracasó su propuesta de paz total. El mismo ejército traqueto de Calarcá cae en el eufemismo y al ataque que hizo contra la patrulla de las fuerzas constitucionales la llama enfrentamiento en uso de la legítima defensa.

Nadie quiere llamar las cosas por su nombre o las llaman de otra manera para que no les enrostren su contradicción. Es el caso del presidente Petro que llamó indiamenta de clase alta a los socios del Club El Nogal que humillaron al exalcalde Daniel Quintero, pero que ha convocado en las calles de Bogotá a la indiamenta de verdad, con sus chivas y sus colorinches, para marchar con ella el 1 de mayo.

Y hablando del Nogal, resalta el camuflaje sobre las dos niñas que murieron envenenadas con talio para que no se sepa que eran alumnas del Colegio Los Nogales, trampolín de los niños bien para ingresar sin exámenes a la Universidad de los Andes. Y ni que decir de la medida adoptada por el FMI contra las finanzas de Colombia.

No nos dicen que lo que nos quitaron fue el uso de la supertarjeta de crédito con la cual se podía cubrir los milmillonarios huecos, como cuando la pandemia.

Tapen, tapen mientras crece lo único que no pueden ocultar: la inseguridad. La misma sobre la cual ni Bolívar ni Vicky ni Fajardo rebuznan.

El Porce, abril 30 del 2025

 

 

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