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Bogotá, Colombia - Edición: 05 - Fecha: Viernes  17-04-2020                                                                                                                              

Pgs. 1-14

 

Mocedades

y saldo rojo

 

 

Jotamario Arbeláez

Cuando tenía 18 años, hace 52, amén de estudiante rebelde y lanza guijarros de Santa Librada, billarista de tres bandas en el Café Colombia, ajedrecista imperdible en la Academia García, boxeador irrisorio en el Gimnasio Olímpico y aprendiz de actor tragicómico de la mano de Fanny Mikey,


     ante cuya memoria me inclino hasta tocar el suelo con la cabeza y una mano en el corazón,


     me destacaba como bailarín consumado de guarachas, boleros y rock and roll –nunca le jalé al tango ni al pasodoble– en los sitios de dispersión de la zona de tolerancia caleña, Acapulco, Siboney, Milancito, Fantasio, Danubio Azul, la Atlántida, el Tíbiri Tábara, la Terraza Belalcázar,


     desde donde casi siempre terminaba tirando paso al amanecer a la orilla del río Cauca, en Juanchito, “con una negra bien sabrosa”.


     En esa época bailoteaba como Resortes, el cómico mexicano, pero con el correr del tiempo me fui puliendo hasta adquirir el estilo, si no de Fred Astaire, por lo menos el de Travolta,


     el mismo que en Fiebre de sábado por la noche exclama caminando por la calle con sus amigos: “Se acuesta uno con ellas y ya quieren bailar con uno”.


     Al mismo tiempo comenzó a cuajar en mi mente cierta rebeldía contra el acabado y manejo del mundo y el barrio, en mi caso el Jesús Obrero,


     y aun territorios ostensiblemente más alejados, donde se moría del hambre o de la opresión, así en el continente africano Biafra y el Congo, sin que los defenderá ningún Tarzán.


     Y me dediqué a buscar responsables, de Dios para abajo, para ver de aplicarles las coces de la palabra, que por entonces también comenzaba a afinarme las cuerdas vocales,


     más la lectura de autores con voz de trueno como el Emilio Zola de Yo acuso y el Leon Bloy de La sangre del pobre


     y alguna que otra película, como Rebelde sin causa, con James Dean, y Nido de ratas con Marlon Brando.
 


      Pensé que no podía quedarme de zanquilargo en los dancing con parejas de cuatro pesos y decidí vincularme a una pandilla de chicos malos. Para ello tenía una navaja automática de doble filo que necesitaba ejercerla.


     Pero la Pandilla Veneno de mi infancia en San Nicolás había desaparecido y en la de El Triángulo, que era de San Fernando, de niños bien pero bien cagada, no clasifiqué tal vez por los mocasines.


     De modo que debí contentarme con la Barra de Tinto Frío, de la cafetería del Almacén Ley de la octava, que era más calmada, con un leve aire cultural, y hasta lúbrico.

 

 

       

Se debatía el teatro del absurdo, el arte abstracto y hasta la poesía de vanguardia, en aras de conquistar a las dependientas dejándolas con la boca abierta y las piernas a discreción.

 

     Estas eran más bien difíciles de levantar con la sola carreta culta, y los contertulios pudientes, los amigos oficinistas, las invitaban a la salida a cenar antes de cenárselas.

 
     Hasta que alguien me dijo que eran más fáciles de transar las del almacén Jotagómez, dos cuadras más abajo, donde su propietario, según las lenguas viperinas, se papeaba un virgo noche tras noche.

 
     “Y si eso lo logra hacer Jotagómez”, me dijo la fuente que admiraba mis marrullas con el idioma y que sabía de mi angurria, “por qué no lo va a lograr Jotamario”, como comenzaba a firmarme.

 
     Le alegaba al atizador que ningún hospedero iba a tolerar que dejara diariamente las sábanas de la cama tintas en sangre. Y si me acusaba de desfloripador en serie, algo así como el destripador de Londres, me podía clavar la Justicia.

 
     Me repuso que ensayara por la puerta de atrás y santo remedio. Así le dejaba de paso el virgo vigente al generoso empresario que las empleaba. Y no me podían acusar de estupro por cuanto el trasero no tiene himen ni sello de garantía y así ningún juez podía comprobar lo impoluto.

 
     Pero tampoco corrí con suerte. Con el apetito desordenado del onanismo empecé a perder el pulso para las carambolas y el jaque mate, y no lograba ganar para el hospedaje y el alpiste de las palomas en prospecto.

 
     De modo que tuve que renunciar –a pesar de que por entonces tenía una pinta copiada de Tony Curtis que me ayudaba–, a la señalada cadena de la desvirgomanía, que se tornaba imposible.

 

     Cambié de izquierda. Condiscípulos que coqueteaban con la política me llevaron consigo a los barrios de invasión donde me enseñaron a pronunciarme contra el sistema,

 
     lo que hacía con arengas calcadas no de la vocinglería leniniana sino de los versos de Maiacovski, aprendidos de La nube con pantalones, volumen que me regalara Leonel Brand, dependiente de la librería Bonar,

 
      quien en el colmo de la fiebre redentorista me dijo un día que se iba para la guerrilla. Que si lo acompañaba.

 
     No me sonó del todo mal la propuesta y decidí consultarlo con papá y mamá. Mamá lo primero que me dijo fue pero mijo si a usted no le gusta el campo y allí lo que le va a pasar es que se lo van a comer los zancudos.

 
     Y papá, más condescendiente, me dijo que si quería pelear con los poderosos me convirtiera en un escritor como Vargas Vila. Y me regaló Los divinos y los humanos, que me devoré esa misma noche.

 
     Leonel partió con su reciente esposa mas no alcanzaron a llegar al frente, pues mientras acampaban en un peñasco fueron masacrados por el ejército.



Amílkar U y Gonzaloarango, 1958
 

     La providencia, en la que por entonces no creía, hizo que me llegara ese movimiento de predicadores del caos al que me allegué de inmediato, el Nadaísmo que me sacó de la nada y me puso a bailar go-gó.
 
      Me dediqué al terrorismo verbal, a denunciar, maldecir y contradecir, en medio de la violencia y el holocausto de campesinos en lo que vivíamos sumergidos

 
     por medio actos pánicos, de manifiestos pestíferos y de columnas de opinión que nos tomamos en periódicos y revistas.

 
     Más que por influencia de los libros de Henry Miller y del Marqués, mi devenir estaba orientado por el grafito de uno de los muros de la Sorbona, que reproduje en la cabecera de mi cama y en la puerta del Sindicato:

 
      “Mientras más hago la revolución más ganas tengo de hacer el amor. Mientras más hago el amor más ganas tengo de hacer la revolución”.

     Y así nos la pasamos por más de sesenta años, mientras se iban apagando por accidentes, suicidios y otras muertes naturales fundadores y seguidores: Gonzalo Arango, Amílcar Osorio y Dariolemos se retiraron al cumplir los 45, María de las Estrellas de 13 y Luis Ernesto Valencia de 10.


      Y la mazorca se siguió desgranando al punto de quedar la tusa casi pelada.


     Hasta que uno de nuestros sacristanes, Humberto De la Calle, luego de penosas negociaciones logró en Cuba la firma de la paz en Colombia.


     El Nadaísmo y el premio Nobel lograron la pacificación del país. Que tal vez por tan sospechosos padrinos nos está siendo rechazada.


     ¿Se perdieron sesenta años de una de las formas más informes de lucha?


     ¿Seguiremos condenados per secula al homicidio, al fratricidio, al magnicidio y al genocidio?


     Lo había dicho el Profeta: “El hombre es irredimible por Dios y por los ateos”. Nos llevó el putas.


     Como toca pensar ahora en el individuo, me preocuparé por salvarme yo.


La montaña mágica, Enero 13-20

 

 

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