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Mocedades
y saldo rojo

Jotamario Arbeláez
Cuando tenía 18 años, hace 52, amén de estudiante rebelde y lanza
guijarros de Santa Librada, billarista de tres bandas en el Café
Colombia, ajedrecista imperdible en la Academia García, boxeador
irrisorio en el Gimnasio Olímpico y aprendiz de actor tragicómico de
la mano de Fanny Mikey,
ante cuya memoria me inclino hasta tocar el suelo con
la cabeza y una mano en el corazón,
me destacaba como bailarín consumado de guarachas,
boleros y rock and roll –nunca le jalé al tango ni al pasodoble– en
los sitios de dispersión de la zona de tolerancia caleña, Acapulco,
Siboney, Milancito, Fantasio, Danubio Azul, la Atlántida, el Tíbiri
Tábara, la Terraza Belalcázar,
desde donde casi siempre terminaba tirando paso al
amanecer a la orilla del río Cauca, en Juanchito, “con una negra
bien sabrosa”.
En esa época bailoteaba como Resortes, el cómico
mexicano, pero con el correr del tiempo me fui puliendo hasta
adquirir el estilo, si no de Fred Astaire, por lo menos el de
Travolta,
el mismo que en Fiebre de sábado por la noche exclama
caminando por la calle con sus amigos: “Se acuesta uno con ellas y
ya quieren bailar con uno”.
Al mismo tiempo comenzó a cuajar en mi mente cierta
rebeldía contra el acabado y manejo del mundo y el barrio, en mi
caso el Jesús Obrero,
y aun territorios ostensiblemente más alejados, donde
se moría del hambre o de la opresión, así en el continente africano
Biafra y el Congo, sin que los defenderá ningún Tarzán.
Y me dediqué a buscar responsables, de Dios para abajo,
para ver de aplicarles las coces de la palabra, que por entonces
también comenzaba a afinarme las cuerdas vocales,
más la lectura de autores con voz de trueno como el
Emilio Zola de Yo acuso y el Leon Bloy de La sangre del pobre
y alguna que otra película, como Rebelde sin causa, con
James Dean, y Nido de ratas con Marlon Brando.

Pensé que no podía quedarme de zanquilargo en los
dancing con parejas de cuatro pesos y decidí vincularme a una
pandilla de chicos malos. Para ello tenía una navaja automática de
doble filo que necesitaba ejercerla.
Pero la Pandilla Veneno de mi infancia en San Nicolás
había desaparecido y en la de El Triángulo, que era de San Fernando,
de niños bien pero bien cagada, no clasifiqué tal vez por los
mocasines.
De modo que debí contentarme con la Barra de Tinto
Frío, de la cafetería del Almacén Ley de la octava, que era más
calmada, con un leve aire cultural, y hasta lúbrico.
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Se
debatía el teatro del absurdo, el arte abstracto y hasta la poesía
de vanguardia, en aras de conquistar a las dependientas dejándolas
con la boca abierta y las piernas a discreción.
Estas eran más bien difíciles de levantar con la sola carreta culta,
y los contertulios pudientes, los amigos oficinistas, las invitaban
a la salida a cenar antes de cenárselas.
Hasta que alguien me dijo que eran más fáciles de
transar las del almacén Jotagómez, dos cuadras más abajo, donde su
propietario, según las lenguas viperinas, se papeaba un virgo noche
tras noche.
“Y si eso lo logra hacer Jotagómez”, me dijo la fuente
que admiraba mis marrullas con el idioma y que sabía de mi angurria,
“por qué no lo va a lograr Jotamario”, como comenzaba a firmarme.
Le alegaba al atizador que ningún hospedero iba a
tolerar que dejara diariamente las sábanas de la cama tintas en
sangre. Y si me acusaba de desfloripador en serie, algo así como el
destripador de Londres, me podía clavar la Justicia.
Me repuso que ensayara por la puerta de atrás y santo
remedio. Así le dejaba de paso el virgo vigente al generoso
empresario que las empleaba. Y no me podían acusar de estupro por
cuanto el trasero no tiene himen ni sello de garantía y así ningún
juez podía comprobar lo impoluto.
Pero tampoco corrí con suerte. Con el apetito
desordenado del onanismo empecé a perder el pulso para las
carambolas y el jaque mate, y no lograba ganar para el hospedaje y
el alpiste de las palomas en prospecto.
De modo que tuve que renunciar –a pesar de que por
entonces tenía una pinta copiada de Tony Curtis que me ayudaba–, a
la señalada cadena de la desvirgomanía, que se tornaba imposible.
Cambié de izquierda. Condiscípulos que coqueteaban con la política
me llevaron consigo a los barrios de invasión donde me enseñaron a
pronunciarme contra el sistema,
lo que hacía con arengas calcadas no de la vocinglería
leniniana sino de los versos de Maiacovski, aprendidos de La nube
con pantalones, volumen que me regalara Leonel Brand, dependiente de
la librería Bonar,
quien en el colmo de la fiebre redentorista me
dijo un día que se iba para la guerrilla. Que si lo acompañaba.
No me sonó del todo mal la propuesta y decidí
consultarlo con papá y mamá. Mamá lo primero que me dijo fue pero
mijo si a usted no le gusta el campo y allí lo que le va a pasar es
que se lo van a comer los zancudos.
Y papá, más condescendiente, me dijo que si quería
pelear con los poderosos me convirtiera en un escritor como Vargas
Vila. Y me regaló Los divinos y los humanos, que me devoré esa misma
noche.
Leonel partió con su reciente esposa mas no alcanzaron
a llegar al frente, pues mientras acampaban en un peñasco fueron
masacrados por el ejército.

Amílkar U y Gonzaloarango, 1958
La providencia, en la que por entonces no creía, hizo que me llegara
ese movimiento de predicadores del caos al que me allegué de
inmediato, el Nadaísmo que me sacó de la nada y me puso a bailar go-gó.
Me dediqué al terrorismo verbal, a denunciar,
maldecir y contradecir, en medio de la violencia y el holocausto de
campesinos en lo que vivíamos sumergidos
por medio actos pánicos, de manifiestos pestíferos y de
columnas de opinión que nos tomamos en periódicos y revistas.
Más que por influencia de los libros de Henry Miller y
del Marqués, mi devenir estaba orientado por el grafito de uno de
los muros de la Sorbona, que reproduje en la cabecera de mi cama y
en la puerta del Sindicato:
“Mientras más hago la revolución más ganas tengo
de hacer el amor. Mientras más hago el amor más ganas tengo de hacer
la revolución”.
Y así nos la pasamos por más de sesenta años, mientras
se iban apagando por accidentes, suicidios y otras muertes naturales
fundadores y seguidores: Gonzalo Arango, Amílcar Osorio y Dariolemos
se retiraron al cumplir los 45, María de las Estrellas de 13 y Luis
Ernesto Valencia de 10.
Y la mazorca se siguió desgranando al punto de
quedar la tusa casi pelada.
Hasta que uno de nuestros sacristanes, Humberto De la
Calle, luego de penosas negociaciones logró en Cuba la firma de la
paz en Colombia.
El Nadaísmo y el premio Nobel lograron la pacificación
del país. Que tal vez por tan sospechosos padrinos nos está siendo
rechazada.
¿Se perdieron sesenta años de una de las formas más
informes de lucha?
¿Seguiremos condenados per secula al homicidio, al
fratricidio, al magnicidio y al genocidio?
Lo había dicho el Profeta: “El hombre es irredimible
por Dios y por los ateos”. Nos llevó el putas.
Como toca pensar ahora en el individuo, me preocuparé
por salvarme yo.
La montaña mágica, Enero 13-20
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