¿Poeta o
publicista?

Por Jotamario Arbeláez

Se tiene la idea –entre quienes campean las ideas cortas- de que el poeta es un ser alejado del mundo, tan alejado que hasta el comer y vestir y viajar son necesidades ajenas a su voluntad; apenas si se le respeta el apetito por la bebida, y en ocasiones el del sexo sin que se le abone el que tenga que invertir en la seducción. Que coma un poco de pasto, beba del vaso del vecino, vista lo que le caiga, que siempre hay muertos de la misma talla, y viaje en sus sueños. ¿Qué necesidad tiene el poeta de plata, piensa la sociedad, si tiene el oro de la imaginación? Pero como el poeta no es bobo, no se limita a leer a sus clásicos y modernos en las bibliotecas del barrio. No se transa con la contemplación de las nubes viajeras ni de las musas intocables. Si hay algo que ame el poeta son los placeres del mundo, que es el estadio donde canta. Le encantan las bufandas de seda, los autos deportivos, las mujeres de sofisticados anillos.

Siguiendo las huellas de Neruda por Europa, poeta comunista como pocos pero tan enamorado del pueblo que nunca sufrió de inapetencia, y las del otro escritor de las mismas tendencias Miguel Ángel Asturias, uno se queda aterrado de su capacidad para devorarse el mismo jardín de las delicias como ensalada. Y de escribir a dos manos y tres tenedores el libro de su experiencia, Comiendo en Hungría,  con alusiones poéticas a la paprika y al
 

vino Tokaj. Y hay que ver que el cejijunto de Rilke andaba de palacio en palacio y de duquesa en duquesa, y cada una de las que elegía quedaba convertida en endecha. Y quien haya compartido la mesa con Álvaro Mutis, comprenderá que no todo en la vida es recalentao, ni todos los blodymaries obedecen a la misma receta.
 

Los poetas, desde que se inventó la publicidad como oficio, han encontrado en ella su reino y su regocijo. Tienen cómo emplear su dominio de la palabra hacia el engatuse de un amplio público de lectores, muy difícil de lograr con sus libros. Poder decir de un producto, por ejemplo, que es la mano de Dios en un frasquito, es hallazgo que lo emparenta con el genio del culebrero, poeta popular en rebusque de la excelencia. Los poetas alucinados y los genios publicitarios tienen mucho en común, sobre todo cuando se les suben los humos a la cabeza. A un poeta difícilmente le reconocen el genio, y menos los otros poetas, porque no pueden abundar los genios en poesía: en cambio en la publicidad todos los creativos son genios, para empezar. Y si es poeta mejor, pues es genio y poeta. Así continúen afirmando los incontaminados que un poeta en  publicidad es un poeta prostituido.

Como si la prostitución no fuera, con la poesía, la profesión más antigua del mundo.