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INFORME |
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El legado progresista del Papa que transformó la fe y humanizó a la iglesia desde las periferias
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y adoptó un estilo directo, afectivo y comprensible. No hablaba desde un trono, sino desde el corazón. En lugar de imponer, invitaba al diálogo. El Sínodo sobre la Sinodalidad es prueba de ello: un proceso global de consulta que incluyó a laicos, mujeres y voces tradicionalmente excluidas del debate eclesiástico. Algunos lo calificaron como “el mayor ejercicio de consulta en la historia de la humanidad”.
Y en un mundo plagado de líderes autoritarios, de discursos
cargados de odio y fronteras que se levantan más rápido que los puentes,
Francisco fue, como escribió David Gibson, una “voz moral cada vez más
solitaria”. Mientras el nacionalismo crecía y la desinformación se volvía moneda
corriente, él recordaba que todas las religiones pueden ser caminos hacia Dios,
y que la dignidad humana debe estar siempre por encima de las banderas.
Hoy, tras su fallecimiento a los 88 años, no queda una Iglesia
completamente transformada, pero sí una profundamente tocada. Su legado no está
en decretos infalibles, sino en la revolución silenciosa que logró desde el amor
y la escucha. Francisco no fue el papa de los cambios radicales, pero sí el de
los cambios reales. Fue, en definitiva, un pastor que caminó con su rebaño, que
se detuvo con los heridos, y que habló —como pocos— con el lenguaje de la
misericordia.
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Cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido como papa en 2013, pocos imaginaban el giro que tomaría la Iglesia católica bajo su liderazgo. Aquel cardenal argentino, de rostro sencillo y mirada penetrante, se convertiría en Francisco, el pontífice que, sin cambiar dogmas de manera radical, logró modificar profundamente la forma en que el mundo —y los propios fieles— perciben al Vaticano. Su legado no está en grandes reformas escritas en piedra, sino en los pequeños gestos, en las palabras que resonaron más allá del púlpito y en una manera de ser que supo mirar hacia las orillas, donde la fe suele doler más.
Quizá uno de los momentos más reveladores de su papado ocurrió en
sus primeros meses, durante una entrevista con un sacerdote jesuita. A la
pregunta “¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?”, el Papa no se escudó en títulos ni
solemnidades. Su respuesta fue corta y contundente: “Soy un pecador”. No lo dijo
como una fórmula litúrgica ni como una licencia poética. Lo dijo con la carga de
alguien que conoce sus sombras, y las abraza. Ese gesto, para muchos, fue la
puerta de entrada a un nuevo estilo de liderazgo eclesial: uno más humano, más
cercano y, sobre todo, más honesto. A lo largo de su pontificado, Francisco fue tejiendo una red de cambios silenciosos pero contundentes. Elevó el debate sobre el cambio climático a un plano moral, denunció los excesos del capitalismo y presionó por mayor transparencia financiera en el Vaticano. Dijo que los sacerdotes no eran jefes de los laicos, pidió disculpas por los errores cometidos en casos de abuso sexual
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y pidió perdón
públicamente a las víctimas. No lo hizo escondido detrás de comunicados
diplomáticos. Lo hizo con rostro, con cuerpo, con humanidad.
Desde su natal Buenos Aires hasta Roma, Francisco mantuvo una
coherencia entre su discurso y sus actos. Mientras sus antecesores viajaban en
autos lujosos, él optó por un sencillo Ford Focus. En lugar de rechazar la
cultura digital, se convirtió en el primer papa realmente conectado con las
redes sociales. Usó Facebook Live, publicó encíclicas por Twitter, acumuló
millones de seguidores en Instagram y no temió transformarse, ocasionalmente, en
meme. Pero no fue una estrategia de marketing: fue un reflejo de su deseo de
estar donde están las personas. Incluso en el caótico mundo virtual.
Muchos de sus gestos fueron pequeños, pero tenían un eco monumental. Al decir que los ateos podían ir al cielo si vivían con rectitud, rompió barreras invisibles que por siglos separaron a los “buenos” creyentes del resto. Al afirmar que la tradición no debe ser una cárcel dogmática, empujó a la Iglesia hacia el presente. Para algunos, eso fue inaceptable. Para otros, una señal de esperanza.
Su forma de comunicar también fue revolucionaria. Francisco no solo cambió lo que se decía, sino cómo se decía. Rompió con el tono solemne y distante del Vaticano
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